Hola, pacientes:
Dicen los médicos que cadea uno de nosotros tenemos un umbral del dolor, que indica cuánto podemos soportar sin sucumbir. Siguiendo esa teoría, el umbral del dolor de los fans de la película A Serbian film es muy alto, y el de algunos juristas, muy bajo. Ángel Sala, director del festival de cine de Sitges, ha sido imputado por un juez por haberla exhibido en su última edición. Es el último ejemplo del escándalo cinematográfico que en su momento protagonizaron La naranja mecánica, El último tango en París, La última tentación de Cristo o La delgada línea roja. Ah, no, perdón, esta última no fue escandalosa, sino simplemente horrorosa.
Parece ser que la cinta, que yo, ejerciendo mi derecho a no escandalizarme, no pienso ver en mi puñetera vida, incluye escenitas tales como la violación de un recién nacido. El director afirma que toda la peli, trufada, según los que la han visto, de gore y sexo bastante explícito y más bien poco amoroso, es una metáfora que pretende exorcizar la memoria de la reciente guerra de la mente de los serbios. Pues vale.
No creo que Sala salga muy perjudicado del caso, sinceramente. Directores de otros festivales, en algunos de los cuales también se ha mostrado la cinta sin que ningún tribunal haya tomado cartas en el asunto, se han puesto inmediatamente de su lado, y se pueden leer en los foros a muchos fans del cine extremo diciendo que tampoco es la cosa para tanto y tal. Lo que me parece preocupante es que a alguien, por muy traumatizado que esté o muy artista que se crea (de mi particular concepción del arte ya hablaremos otro día), se le haya pasado por la cabeza hacer algo así. Y lo que es más, que a alguien pueda llegar a gustarle algo así.
En los 70, la mencionada El último tango... comenzaba con una blasfemia, que el doblaje de la época se encargó de maquillar debidamente, muchos minutos antes de la famosa escena de la mantequilla, la cual, a tenor de sus propias palabras, estigmatizó de por vida a su protagonista, Maria Schneider, recientemente fallecida. Por esa misma época, el final de Chinatown, de Polanski, supuso un auténtico mazazo para la mentalidad de algunos, mientras los espectadores abandonaban los cines donde se proyectaba El exorcista vomitando y Ruggiero Deodato, director de Holocausto caníbal, tuvo que declarar ante un tribunal que los asesinatos que se ven en ella no son reales en ningún caso. Hoy, todas esas películas nos parecen algo de lo más normalito. Pocos corazones sensibles quedan que se ofendan ante lo que hace treinta años era lo más horrible que se podía ver en el mundo.
Una de las razones por las que el ser humano ha logrado conquistar (y, de rebote, destrozar) el planeta que habita, es su capacidad de adaptación. Ha logrado acostumbrarse a casi todo. A vivir en parajes inhóspitos, helados, desérticos, húmedos, escarpados. A cazar para comer y a comer animales muertos, raíces del suelo y bichos. Simplemente, nos hemos acostumbrado a prácticamente cualquier cosa para lograr sobrevivir.
Y esa es, al mismo tiempo, una de nuestras mayores tragedias. Porque también nos hemos hecho a convivir con la enfermedad, con la miseria y con el odio de nuestros semejantes, con la tortura y el maltrato. Aparentemente, con el transcurrir de los años, ese umbral del dolor común e invisible ha ido elevándose para alejar de nosotros el sufrimiento. Decimos "¡madre mía!" mientras nos enteramos de las desgracias que ocurren en nuestro país y en los demás, pocos días antes de comenzar a hacer comentarios frívolos e incluso chistes al respecto. Hemos aprendido, sin prisa pero sin pausa, que no pasa nada si nos representan y dirigen personas corruptas, si nuestros niños ven en la tele a gente insultándose y aireando su vida sexual tranquilamente mientras meriendan y que en los cines se puede ver un género llamado "terror adolescente", destinado a púberes que disfrutan viendo asesinos en serie descuartizar a sus coetáneos. Pues vale.
¿Qué solución podemos dar a esa paulatina catatonia general antes de que desemboque en la muerte de nuestra sociedad? ¿Seguir así como si tal cosa? Puedo ser llamado retro, carca, pacato, mojigato o simplemente imbécil, pero no creo que vayamos por muy buen camino. Me parece insano y, por mucho que todos nos hagamos los duros y nos lamamos las heridas en privado, dudo que lleve a nada bueno si pensamos en las generaciones futuras. Como diría la difunta Maud Flanders: "Los niños, ¿es que nadie va a pensar en los niños?".
La metodología habitual histórica ha sido la censura de pensamiento, palabra y obra. Hasta hace no tanto lo que el poder tenía por impúdico era condenado a la clandestinidad y severamente castigado al salir a la luz. Véanse la ley seca estadounidense y las colas para ver películas eróticas en Perpignan, por no hablar de la invisibilidad de homosexuales (no, en Irán no hay gays, y en la España franquista tampoco los había, brotaron del suelo después) o madres solteras. Pero, aparte de que soterrar un problema no es acabar con él, si empezamos a censurar cosas tendríamos que comenzar, no por las películas, sino por los telediarios. Y entonces, ¿quién nos informaría? ¿Nuestros siempre imparciales y ecuánimes periodistas? No sirve.
Lo único medianamente sensato que se me ocurre es la lógica, el sentido común, esa vocecita que trasciende nacionalidades, credos, ideologías y leyes y que nos dice que, simplemente, no debemos hacer algo porque no es bueno. Pero no todo el mundo la escucha, y además, esa vocecita parece tener tendencia a callarse cuando le llenan la boca de dinero. Mecachis, el negocio.
No os preocupéis, no os voy a dejar con el mal sabor de boca de no dar con una puerta a la esperanza. Afortunadamente, y al margen de lo que políticos y publicistas opinen, la gente quiere sobrevivir, pero no es tonta, y de vez en cuando surge del pueblo, así, en abstracto, un impulso para cambiar algo las cosas no originado por intereses partidistas o económicos. El ejemplo perfecto a este espíritu revolucionario que aún permanece escondido en el corazón humano podría ser la transformación que se está produciendo en algunos países árabes. Estos días se nos revuelve el estómago viendo a Gadafi autofelarse ante los medios mientras extermina a su propia población. Qué pena, ahora que llevábamos más de veinte años acostumbrados a él.... Aunque, si recordamos cómo se originó la primera de ellas, la de Túnez, fue cuando un joven de 27 años, Mohamed Bouazizi, se autoinmoló prendiéndose fuego para protestar por la situación...
¿Es ese el próximo escalón en nuestro umbral del dolor? Espero que no.
And we laugh and we drink,
and we teach ourselves not to think.
We never did get it right
since we got it so low.
So low. Ocean colour scene.
jueves, 24 de marzo de 2011
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